Domingo IV de Adviento –ciclo C-
La Palabra de Dios nos va acercando a la Presencia del Enviado, y lo hace de manera tan sencilla que apena percibimos el
movimiento, si no es estando muy atentos/as al significado de cada gesto, de cada palabra y de cada acontecimiento, que bien podrían pasar desapercibidos, como pasan desapercibidos los hechos sencillos y gozosos del hoy histórico, sumergidos en la vorágine y el estruendo de las tragedias que se suceden cada día, ahogados por la ambición, la corrupción y el ambiente de enfrentamiento generado por los poderosos de la economía y de la política. La noticia no es noticia si no anuncia violencia y muerte. Y la Navidad es todo menos eso. Pero, ¿cómo cambiar esta realidad…? Tal vez atreviéndonos a creer y anunciar lo que anuncia el profeta Miqueas, y a proclamar lo que proclama la Carta a los Hebreos, o simplemente señalando, como señala el evangelista Lucas, que Dios viene a nosotrosy entra en nuestra casa sin hacer ruido, trayendo la alegría y la bendición a todos y gratuitamente.
Textos: Miqueas 5, 1-4a; Salmo 79;
Hebreos 10, 5-10; Lucas 1, 39-45
La manera de mirar de Dios no se corresponde con nuestra manera de mirar ni de actuar. Dios mira la realidad y habla de ella de una manera que nos asombra. Claro que, para eso, hemos de tener todavía la capacidad de dejarnos asombrar por algo… Dios se fija y valora las cosas grandes, las personas grandes que pueden surgir en lugares y medios sencillos, pequeños, sin poder alguno y sin importancia. Estamos hartos/as de vernos vejados por los poderosos, pero seguimos dejándonos atolondrar por ellos/as. Sentimos las heridas causadas por la injusticia, pero no somos capaces de optar por la justicia y dar nuestra vida por ella. Dios sí, Dios se entrega, él mismo, a cuidar de lo pequeño desde la ternura; en pie, con firmeza, como un pastor atento…, porque así es él. Y nos invita, por medio de la palabra profética, la palabra que ve el valor de lo sencillo y a descubrir la grandeza que cada realidad o criatura encierra, por oculta que esté o insignificante que parezca.
- Si miramos como Dios mira y actuamos como Dios actúa, pronto veremos la paz extendiéndose hasta los confines del mundo; le veremos a él, porque él es “nuestra paz”.
El salmo 79 nos sirve para reconocer que vivimos en una realidad desestructurada, rota. Una realidad que nos desestructura y nos rompe por dentro. Por eso el grito del orante es nuestro grito y nuestra oración constante: “Oh, Dios restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”.
El apóstol nos invita a mirar el cuerpo, la humanidad de Cristo, y descubrir que a través de esa corporeidad, Dios nos implica en su proyecto de salvación. Nuestro cuerpo, y no un altar cualquiera, es lo que Dios espera encontrar al acercarse a nuestro mundo. Cada ser humano es el lugar perfecto, elegido por Dios, para realizar la verdadera ofrenda y el verdadero sacrificio. También a nosotros/as se nos ha proporcionado un cuerpo material con el que poder hacer la verdadera entrega, sin necesidad de mediaciones materiales. También nosotros/as podemos decir con Cristo: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Podemos decir con Jesús: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo…”. Y ese será el verdadero sacrificio que Dios espera de cada uno/a. ¿De qué le sirven a Dios, que es Amor, que es Espíritu, los holocaustos (matanza masiva de animales e incluso de seres humanos…) o víctimas expiatorias para salvar al mundo? De nada. Lo que Dios necesita (porque quiere necesitarnos) es nuestro ser completo: cuerpo, alma y corazón, entregado a Dios para realizar el proyecto de santidad que Dios nos reveló en el Hijo, “... por la oblación del cuerpo de Jesucristo de una vez para siempre”.
La narración de Lucas, por más que sea uno de los textos más leídos y proclamados dentro de la comunidad cristiana, no deja de sorprender a quienes están dispuestos/as a dejarse sorprender por el misterio del actuar divino. Hoy, a las puertas ya del Gran día de la Navidad, se nos invita a ser personas abiertas y sencillas como Isabel. Como ella, estamos llamadas a reconocer desde las entrañas que la Salvación está entrando por nuestra puerta y nos saluda. En la aldea de Ain Karim se vive una escena preciosa en la que dos mujeres se abrazan y comparten su alegría, una alegría que tiene su origen en la fuerza del Espíritu Santo y en el actuar gratuito de Dios en sus vidas. Ambas son portadoras de una vida que las supera y que las introduce de lleno en el misterio del Proyecto salvador de Dios. Isabel, madre del Precursor, se deja llevar por la fuerza y de la alegría que siente golpear en su vientre: el profeta salta de alegría al escuchar la voz de la joven nazarena, María, y no puede hacer otra cosa que proclamar a voz en grito: “Bendita tú entre las mujeres…”. Ensimisma y asombrada por su propio misterio de pequeñez, Isabel grita su desconcierto ante el don del que Dios la está haciendo partícipe: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”.
- Y aquí tenemos uno de los meollos del mensaje de este texto lucano: no estamos acostumbrados/as a ver personas enriquecidas por los dones divinos, que sean también personas abiertas y humildes, capaces de reconocer que hay otras criaturas aún más engrandecidas por los dones divinos, y, sobre todo, a alegrarse de ello proclamándolo con toda claridad... O quizás es que no acostumbramos a vivir en esa dinámica de los dones divinos, abiertamente reconocidos y abiertamente compartidos. Pues bien, hoy Isabel es el modelo a seguir, porque ella es la mujer enriquecida por el don de Dios y dispuesta a proclamar la inmensa grandeza con que él enriquece a los que la rodean. Isabel reconoce en María la mujer portadora del Dios Visitador y Salvador.
- ¿Qué vemos nosotros/as en las personas que tenemos a nuestro lado, las personas que, de un modo u otro, llegan a nuestra vida…? ¿Nos abrimos al don divino que cada una de ellas nos aportan…; lo reconocemos y los hacemos ver a cuantos nos rodean? Pues, ¡que se haga NAVIDAD en nuestras vidas…! Que nos dejemos visitar y convertir por Dios, y que sea María, la Madre misericordiosa, la mujer que nos abra a ese don.
Trinidad León, mc