Celebramos la aprobación de las constituciones

(papa león xiii, 1901)

 

CONSTITUC2

Ambientación (Laudes)

El 24 de abril celebramos, un año más, la aprobación de nuestras Constituciones por la Santa Sede (Papa León XIII, 24 de abril, 1901) y ya sabemos que “celebrar” un acontecimiento en la vida religiosa significa “comprometernos” a vivir lo que constituye el motivo de nuestra celebración. En este caso, nuestro compromiso de vivir el carisma que nos legó el padre Fundador al que después de vivir su propio camino de persecución, de soledad y de silencio, resucita para ser modelo indicador de una vida entregada como la de Jesucristo “por el bien de la humanidad, en Dios por Dios y para Dios”. El lema es mucho más que unas simples palabras bien articuladas… Queremos realizar en nuestra vida aquello que Jesús, el Señor, nos pide: dar la vida, porque “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus hermanos” (Jn 15,13).

Con la Aprobación de las Constituciones, la Iglesia asume como obra del Espíritu en su seno la vida y misión de un Instituto religioso. Nuestra vida, centrada en Jesucristo Redentor y teniendo como modelo de consagración a María, Madre de la Merced, está llamada a ser un derroche de caridad redentora, es decir, de entrega gratuita y permanente por la liberación de todas las esclavitudes que asolan a la humanidad dentro de la historia. La caridad no pasa nunca sino que se expresa a cada instante haciendo el bien, como diría el beato Juan N. Zegrí a las primeras mercedarias y como nos sigue diciendo también a nosotras hoy. Que nuestra celebración sea, pues, una verdadera anamnesis (memoria viva) de la Pascua vivida con Jesús día tras día, aceptando el peso de la cruz del mundo y la muerte solo como expresión del amor que se entrega sin reservas para vivir en clave de resurrección permanente, tal como lo hizo nuestro Fundador, la venerable sor Isabel Lete y tantas hermanas a lo largo de nuestra pequeña historia de amor redentor.


Celebrando la Aprobación de las Constituciones…

Vísperas, 24 abril

Monición.- La vinculación espiritual a la Orden de la Merced, querida y alcanzada por el beato Fundador de nuestra Congregación en los albores de la fundación nos hace sentir como propia la alegría de pertenecer a una familia religiosa que vive la Redención desde sus entrañas. Este año estamos celebrando junto con los miembros de la Orden a “Jesucristo Redentor”, como preparación al gran jubileo de los 800 años de fundación (1218 - 2018). Un motivo de gozo más y también de compromiso con el proyecto redentor que tiene en Cristo su centro y su guía. Que el Espíritu Santo nos conforme a Él y nos haga merecedores y merecedoras de la gloria del Padre, permitiéndonos descubrir la presencia de su reinado de paz, justicia y amor en el mundo que Dios ama y redime.

La caridad, _dicen nuestras Constituciones_ es la esencia de la Buena Noticia anunciada por Jesús y fue la virtud más hondamente vivida por el P. Zegrí. El carisma que recibió del Espíritu fue la práctica de la caridad redentora, fundamento de nuestra vida, vocación y misión evangelizadora, para ejercer todas las obras de misericordia, espirituales y corporales, en la persona de los pobres. El amor de Cristo nos urge a servir el evangelio de la caridad entre nosotras y a toda la humanidad”. (Const. Nº 14)

Estamos llamadas a ser presencia y testimonio del amor de Dios manifestado en Jesucristo. Un amor capaz de dar la vida, y no de manera ruidosa, sino sencilla y constante, tal como lo quería el beato Fundador: “la caridad que debe tener la religiosa debe ser fervorosa –es decir, unida íntimamente a Dios-, modesta, respetuosa, cordial, compasiva y dedicada especialmente a los pobres y necesitados.”. Que María, nuestra “sin igual Madre y Protectora” nos alcance este don para ser en la Iglesia y en el mundo lo que como mujeres consagradas estamos llamadas a ser.

Monición a los Salmos y Cántico (Vísperas, II semana del salterio):

El salmo 44 es un bello poema que nos permite decir, con palabras humanas, el profundo sentimiento de amor y admiración que nos provoca la presencia de Jesucristo, “el novio”, en nuestra vida. “Eres el más bello de los hombres…” Es sin duda un piropo que no desmerece nada a la condición divina del que centra toda nuestra existencia y le da sentido, hasta el punto de hacernos sentir también nosotras como la “princesa bellísima” a los ojos del Dios Amante y Amado. Acogemos con regocijo la promesa de plenitud encerrada en el salmo que proclamamos a dos coros.

La bendición que recibimos como personas consagradas a vivir en el mundo al estilo del reino de Dios, nos viene de Jesucristo y es realmente plena: “con toda clase de bienes espirituales y celestiales”. Sentirnos parte de un pueblo, de una Comunidad de fe “elegida en la persona de Cristo”, nos compromete a vivir, morir y resucitar como Él, dando vida en abundancia a cuantos nos rodean. Que esta sea siempre nuestra aspiración. Si tenemos en cuenta y somos fieles al vivir las Normas de vida o Constituciones de nuestro Instituto religioso, sabremos, sin duda, responder fielmente al don recibido. Cantaremos el Cántico a los Efesios.


Lectura ampliada (Hb 5, 1-9)

Todo sumo sacerdote es escogido entre los hombres, designado para representarlos delante de Dios y para presentar ofrendas y sacrificios por los pecados. Y como el sacerdote está sujeto a las debilidades humanas, puede tener compasión de los ignorantes y extraviados; y a causa de su propia debilidad tiene que ofrecer sacrificios por sus pecados tanto como por los pecados del pueblo. Nadie puede tomar este honor para sí mismo; es Dios quien llama y da el honor, como en el caso de Aarón. De la misma manera, Cristo no se designó sumo sacerdote a sí mismo, sino que Dios le dio ese honor cuando le dijo:

“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy.”

Y también le dijo en otra parte de las Escrituras:

“Tú eres sacerdote para siempre,

de la misma clase que Melquisedec.”

Cristo, mientras vivía en este mundo, con voz fuerte y muchas lágrimas oró y suplicó a Dios, que tenía poder para librarle de la muerte; y por su obediencia, Dios le escuchó. Así que Cristo, a pesar de ser Hijo, por lo que sufrió aprendió a obedecer; y al perfeccionarse de esa manera, llegó a ser fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen.

 

Reflexión: Nuestras Constituciones leen las Escrituras y las interpretan para nosotras en clave de amor redentor. En ellas descubrimos cómo asemejarnos a Dios, que se ha hecho para el mundo “Encarnación”, es decir, “uno de tantos”, “igual en todo a nosotros menos en el pecado”. Y es que Jesucristo no podía asumir aquello de lo que nos vino a liberar. Por eso su “pontificado” es el único real y permanente y nuestra vida, en tanto unida a la suya, será también lugar de redención para el mundo.

Jesucristo hace de Puente entre la Divinidad y la Humanidad porque al encarnarse como Hijo de Dios en el seno de una mujer asumió para siempre nuestra condición humana, elevándonos a la categoría de hijos e hijas de Dios. Como él, que es sacerdote, profeta y rey, participamos de su misma condición, no por naturaleza sino por gracia… Y nos realizamos verdaderamente cuando somos profetas del reino de Dios, cuando ejercemos el sacerdocio que es servicio incondicional a los demás y vivimos, por el Espíritu, en el reinado de Cristo, sin aceptar ningún otro poder que defina ni esclavice nuestra existencia.

Nosotras podemos poner vida a la letra de unas normas que, por hermosas que sean necesitan ser contrastadas y verificadas a través de gestos concretos. Gestos redentores como los de Jesucristo, expresados a través de nuestras manos, de nuestros ojos, de nuestro rostro, de toda nuestra persona... Pidamos en este momento orante recibir la fuerza del Espíritu Santo que nos hace vivir bajo un solo y verdadero Señor y Dios, y actuar en consecuencia. Tenemos ejemplos a los que seguir…